Largas conversaciones en espera de una muerte feliz
LA MUERTE Y UNAS CUANTAS PALABRAS DESPUÉS
Comienzo del cuarto cuaderno
EL ÚLTIMO MISTERIO
Mirando detenidamente dentro del mismo acto de la muerte, sin falta se verá que, de hecho, éste representa el símbolo de la vida. Por eso, el relato sobre una muerte siempre adquiere el aspecto de una parábola. Una parábola contra la cual uno no encontrará argumentos, y cuya lección no se puede rechazar.
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Después del entierro, a la doctora Sideraitė le vendrá a la memoria:
“Él se ha llevado consigo el misterio de la muerte. Me decía: “Qué sensaciones tan extrañas estoy experimentando. Ojalá pudiera dejar constancia de ellas”. Le sugerí, “Díctamelas, las apuntaré”. – Respondió, “¡No, no lo podría hacer nadie más que yo!”
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En mis libretas guardo algunas de estas últimas revelaciones de Y, sus últimos descubrimientos.
“Ahora, el espacio para mí se está dilatando, como si se abriera de repente, de izquierda a la derecha, a modo de una esfera de reloj. A ratos tengo la sensación de que soy capaz de adivinar cómo está creado el universo. Pero, de momento esto sigue siendo un misterio…”
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Y hizo la mayor parte de su camino con un tomo de Nietzsche. Los últimos pasos, también.
“…En la noche que precedió a su muerte, me pidió que le leyera el libro, Así habló Zaratustra. Estuve leyéndolo durante mucho, mucho rato. De repente, oí: “¿Qué hora es? ¿Las dos? Vete a dormir, Shéinele, tienes que levantarte temprano para ir al trabajo”.
No pude dormir, sólo estaba sumida en sopor, dormitando. A las cuatro me levanté: él estaba dormido, respirando pesadamente. A las siete y media volví a abrir la puerta de su habitación, y me quedé de una pieza: ¡Yasha había desaparecido! No me había dado cuenta de que estaba sentado sobre el sofá, con el bastón en la mano. Ya con la piel azulada y fría. No podía hablar. Enseguida, telefoneé a Yósif…”
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Y todavía recuperó la conciencia. Con signos, hizo saber a su hijo: al lavabo. Luego, Yósif le tendió en el sofá.
Acostado en el sofá, abría los ojos de vez en cuando. Podía ser que una brizna de conciencia todavía se mantuviera en él. ¿De qué se despedía?
De la escultura de Cristo encima de la estantería.
De dos máquinas de escribir.
De un montón de papel que había llenado de escritos durante medio siglo (en el archivo).
De sus discos predilectos: Beethoven, Mozart, Vivaldi…
De una grieta en el techo.
De los libros, muchos de los cuales se quedaron sin leer.
EN EL FINAL DEL LABERINTO
5 de enero de 1996. “Pronto acabará nuestro experimento”. Eso lo dijo Y hace un año. Lo pronunció como si no entendiera lo que significaban para él las palabras: final del experimento.
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Durante cinco años, recorrí junto a Y el camino de su despedida de la vida. La finalidad del experimento determinó la estructura del libro. Despidiéndose de la vida, aquella persona llora, ríe, siente haber hecho ciertas cosas, repasa las páginas de su existencia, hojeando unas con rapidez y deteniéndose un largo rato en otras; en ciertas ocasiones, repite varias veces lo que ya ha dicho. Aquí no hay ya nada que hacer, éste es el carácter de la despedida.
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En el libro, de hecho, ya está puesto el punto final. ¿Sobre qué estoy escribiendo ahora? Y siempre había querido mirar – aunque fuera un poquito, por un breve ratito – más allá del umbral de la muerte. No, el más allá no le interesaba. Su curiosidad era para con la gente y los acontecimientos de este mundo.
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¿Le habría gustado a Y su funeral? No creo que esta pregunta sea un sacrilegio. Se trata de una persona que había previsto todos los detalles de su retirada. ¿Así, pues?
En el ataúd Y parece pequeñito, como muchos difuntos. Un niño que encontró lo que había buscado durante tanto tiempo. Los chamanes siberianos (en Tuvá, Shoria y Yakutia) me aseguraban que el espíritu del muerto se mantiene levitando junto a los vivos durante un año. De ser así, puede ser que Y sí oyera lo que dijeron de él: el Presidente de la Unión de Escritores de Lituania, un conocido crítico literario, un director de cine y un parlamentario… Puede que hubiera quedado sorprendido al descubrir que su solitario camino se hubiera hecho visible para los otros.
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Alguien murmura: “Siendo judío, no vivió como debiera. Ni tampoco supo morir como un judío. Dónde se habrá visto – ¡un hebreo yaciendo en el cementerio cristiano!”
¡Gracias por esta opinión! Y la había estado esperando. Antes, las comisiones soviéticas interferían en la cuestión de escoger el lugar donde debía ser enterrado un escritor. Ahora lo hacen los representantes de la opinión pública.
En cuanto a Y, le dijo en verano a su hija que vino de Israel para despedirse de él:
“¡Como quiera que sea, tengo que ser enterrado en el cementerio de Antákalnis!125 Allí ya han encontrado refugio muchos amigos míos: actores, artistas y escritores lituanos…”
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A propósito de la opinión de los judíos, he oído también la siguiente voz:
– ¡Todo está correcto! Yosade escogió su opción hace bastante tiempo: al convertirse en un escritor lituano. Como siempre, obró con lógica.
– ¿Y usted, qué opinión tiene? – me pregunta alguien a mí.
Pienso en su libertad, lleve adónde lleve. Y en que Y ha superado otro miedo, el de ser censurado póstumamente.
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Ayer (el 10 de diciembre de 1995) fuimos al cementerio: la doctora Sideraitė, Yósif, su hija mayor Salomea, la Doctora Irena Veisaitė126, mi esposa y yo. Nelė, la esposa de Yósif, y su hija pequeña Elzbieta están enfermas. La tumba de Y, en lo alto de una colina, está completamente cubierta de nieve. Colocamos unas velas, las cuales se apagan enseguida con el viento. De todos modos, una vela sigue encendida. Miro la incandescencia azul dentro de la llama. Dicen que es un símbolo de la otra vida.
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Todo esto es como debería ser: hay quienes ya han olvidado a Y, y otros que ni siquiera habían oído su nombre. Pero hay quienes están descubriendo a Y ahora. Han despertado cierto interés sus dos últimos libros – la doctora Sideraitė está ocupada distribuyéndolos, enviándolos a las librerías, bibliotecas y también al extranjero.
Él le preguntó alguna vez, – Y tú, Shéinele, ¿escribirás un libro de memorias sobre mí? – No se sabe quién de nosotros morirá antes – fue la respuesta.
Ahora, yo voy anotando los relatos de la doctora Sideraitė, tal como lo hacía antes con los de Y. La historia de sus relaciones, por la tensión interna de las colisiones, se parece a una novela. Una novela destinada para algún otro libro. Trazaré, sin embargo, algunas de sus líneas.
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Me comenta asombrada: “Ahora siento mayor proximidad espiritual con mi marido que cuando estaba vivo. Él solía repetir (a veces en broma, otras veces en serio): “La esposa tiene que estar ocupada siempre. Si no, se le ocurren ideas idiotas”. Así que estuve siempre ocupada. Y ahora, cada noche voy ordenando su archivo, donde a cada momento mi marido me desvela su alma”.
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“En la carpeta grande están las cartas que me escribió (la primera se destinaba al hospital, al nacer Asia); sus notas y apuntes, a veces sobre un trocito de papel cualquiera; las cartas a su hermana, residente en Israel, donde también habla de mí…” (27 de enero de 1996) Muchos de los experimentos de Y se referían ante todo a su esposa: haciéndole preguntas inesperadas, creando situaciones conflictivas, observándola, “remodelándola”, montando escenas de celos, llegando, normalmente sin avisarla, a la ciudad donde ella atendía unos cursos de capacitación, “haciéndome reclamaciones y quejas que me dejaban totalmente desconcertada; fantaseando sobre mí cosas que ni se me habrían podido pasar por la cabeza…” Y a pesar de todo, ella nunca dejó de ser un enigma para Y.
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Estoy mirando una foto del archivo de Y: la doctora Sideraitė en su hospital. Y quería enviar la foto a su hermana, pero cambió de idea. Al reverso, hay una inscripción: “Esta es mi fiel compañera de viaje, en todo su esplendor de doctora. ¿Es ella o no? Esto no te lo pregunto a ti, querida Basheva, sino a mí mismo – muy a menudo, casi a diario. Hasta ahora no he podido dilucidar dónde ni cuándo ella deja de ser esposa y madre para ser médico. ¿Qué prevalece, de qué hay más – de lo uno, de lo otro o de lo tercero? Para ti, Basheva, esta pregunta puede sonar a retórica. Me dirás que ninguna de las tres situaciones contradice a la otra, sino que se complementan. Sin embargo, sólo debe ser así en la teoría. Si tuvieras la ocasión de conocer a Shéinele y observarla a poca distancia, en la vida diaria, sin duda le preguntarías lo mismo. En una palabra, por más que te esforzaras en sonsacarle algo a Asia, a Avigdor (hermano de Sheina – N. del A.) u otros conocidos nuestros para averiguar la verdad, no conseguirías nada. No hay nadie en el mundo que entienda el misterio de nuestra vida en común. Ni siquiera mis hijos. Querida hermana, han pasado ya treinta años y tengo la sospecha de que ni yo mismo la entiendo. Yákov, 2 de junio de 1975”.
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Y tenía la predilección de “descubrir” a gente, de desvelar sus secretos. ¿Por qué entonces le parecía tan incomprensible la persona que estuvo medio siglo a su lado?
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He aquí los recuerdos de la infancia que más se le han quedado grabados en la memoria:
“Estoy lavando, lavando, lavando pañales. En nuestra familia hay seis niños pequeños. Ya no hablo de la pobreza. Las ocho personas cabemos en dos minúsculas habitaciones. Solo dos de nosotros podemos estudiar, mi hermano Avigdor y yo. Y eso, con la única condición de sacar sobresalientes, para que los padres queden dispensados de pagar nuestros estudios. Nosotros mismos ganamos dinero dando clases; me asombra que yo, judía, les enseñe a los lituanos su idioma materno. Otro recuerdo: el abrigo de entretiempo para el cual yo, una niña adolescente, fui capaz de reunir el dinero que valía…”
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“Cuando nos casamos, Yasha tenía treinta y cuatro años, y yo, veinticuatro. Me exigía que la mesa estuviera puesta incluyendo hasta el detalle más minucioso, y que hubiera un mantel almidonado encima.”
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Ya no le hieren sus reproches: “¿Por qué me sonríes tan poco? El auricular del teléfono recibe mucho más calor de ti del que tú me das”.
Ya no tienen importancia las confesiones de ella:
”Él fue el único hombre en mi vida. Ni una sola vez le fui infiel, ni tan sólo de pensamiento”.
“Leía sus obras y callaba. No todas me gustaban”.
“Asia, cuando cumplió los dieciocho años, me preguntó: ¿Por qué no te divorcias de papá? Si siempre habláis idiomas diferentes”. Pero, yo fui feliz. No se ama a una persona por ciertas “cualidades”. Se ama sin razón alguna. Además, a su lado siempre sentí cierta atmósfera espiritual. Y es que por todo en esta vida hay que pagar.”
“A veces pienso: ¿puede ser que es por eso que Asia, con su intuición, no se ha casado, temiendo la repetición de nuestro matrimonio? Sabe usted, estos temores (si es que existieron) no son del todo infundados. En mi práctica médica, vi tantas veces a los hijos heredando de sus padres no sólo costumbres, caracteres y enfermedades, sino los mismos destinos…”
“Pero yo fui feliz. Feliz”.
“¡Ay, cuántas cosas he sabido ahora de él! Claro está, me canso mucho, normalmente me paso leyendo sin dormir hasta bien entrada la madrugada, sin poder dejarlo: siempre espero que ahora él diga lo más importante. Es más: siento mi culpa, por no haber sido capaz de oír esto viviendo él.”
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Estos meses, nos llamamos a menudo por teléfono. Ya estoy acostumbrado a oírla decir: “Ahora le hablaré de lo que he descubierto…”
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De una carta de Y, dirigida al director del antiguo Museo Judío de Vilnius, Yákov Gutkóvitch127: “Escribo en lituano, pero mi corazón sangra en judío”.
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Algunos de los hallazgos de Sheina habrían sorprendido al mismo Y. Por ejemplo: en los años cuarenta no quemó todos los apuntes de su diario. En el archivo se han conservado algunos. En cuanto a lo escrito en años posteriores… Él mismo descubrió la principal contradicción de su destino. Esta contradicción me dejó perplejo; más tarde intenté entenderla.
De sus apuntes de 1961:
“Cuando recapacito sobre mi propio camino en la vida, veo una cosa: una maldición acompaña cada uno de mis pasos. Sin embargo, no me conviene quejarme: recordando el destino trágico de nuestra familia, debo reconocer que nací bajo el signo de una estrella feliz”.
Le fue concedida una larga vida, para ir caminando y caminando dentro del laberinto.
“ALLÍ NOS VOLVEREMOS A ENCONTRAR”
3 de febrero de 1996. Durante todos estos meses, desde noviembre, no tengo la sensación de que Y haya muerto. Me he expresado bien: no tengo la sensación de que Y haya muerto, aunque sienta que es una mentira si trato de escribirlo de otra manera: Y está vivo.
De hecho, es precisamente ahora que me estoy despidiendo de él. Vuelvo a mirar sus últimas fotografías que hice tratando de no alertarle. (“Hace tiempo que Usted no ha posado para nadie.” Pero él, luego, ya no posaba, simplemente estaba tumbado en el sofá, con los brazos abiertos, o estaba de pie junto a la estantería del archivo, pensando en lo suyo). Vuelvo a escuchar las casetes con las entrevistas.
Vuelvo a leer mis diarios. Tomo de la estantería los libros que me había regalado él.
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“Tseytlin, querido mío – me dijo por teléfono un mes y medio antes de morir. De repente, cortó la frase, como un niño, reflexionando sobre lo que había dicho. Repite las mismas palabras: – Querido mío, sí… El círculo se está estrechando. Aparte de usted, casi no me queda nadie.”
Es lo mismo que me había escrito sobre la contraportada del libro Las puertas cerradas de un portazo:
Me parece que nadie más que usted sabe cuánta salud, cuántos nervios y todo aquello inefable, me ha costado este libro. No sólo lo sabe, sino que lo ha vivido conmigo. Ahora, ¡Se ha cumplido! ¡Reciba mi profundísima gratitud!
Con un poco (y, reconozco, más que un poco) de cariño, – Yokubas Yosade, Vilnius, 18 de abril de 1994.
Ahora recuerdo que el proceso de publicar el libro sí fue duro y se alargó unos años – lo cual se debió a una serie de desengaños por ciertas personalidades, sufridos por Y. En cuanto a la gratitud… No, pienso ahora, no puedo de ninguna manera aceptar lo que no me pertenece. Al contrario, le estoy agradecido – por su generosa confesión y por darme el derecho de ponerle el punto final.
He aquí la dedicatoria hecha en el libro Un salto a lo desconocido (el 5 de mayo de 1995):
…No lo sé con toda certeza, no lo puedo evaluar, pero puede ser que ahora – a mi amigo más próximo. Su Yokubas Yosade.
Por extraño que parezca, lo que aprecio más en estas palabras es esta misma exagerada prudencia buscando la única palabra acertada: “no lo sé con toda certeza, no lo puedo evaluar, puede ser”.
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5 de abril de 1996. Una vez le pregunté si creía en la vida después de la muerte. Me contestó con aparente candidez: “Todavía no me ha pasado, lo de morirme. No he tenido esta experiencia. – Y, después de un silencio: – Si es que la otra vida existe, nos volveremos a ver allí mismo.
Por esto, no sé qué diría Y de mi sueño de hace tres días. Soñé que, de veras, nos encontramos allí, en aquel mundo del más allá. No recuerdo la ropa que llevábamos ni otros detalles. Lo que recuerdo muy bien es la sensación de ligereza. Estábamos a unos pasos el uno del otro, callados. Simplemente mirándonos a los ojos. De repente, me di cuenta de que ésa era otra dimensión del tiempo, y que se estaban esfumando, diluyéndose sin rastro todos los cinco años de nuestros encuentros.
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…Al despertarme, hago un esfuerzo: ante todo, hay que recordar el sueño. Todo en mí, que soy ser viviente, está protestando contra la desaparición de la memoria. Busco apresuradamente en mis libretas los apuntes de mis últimos encuentros con Y, y los vuelvo a leer. De repente, entiendo: ¡la voz de Y tiene que oírse sin falta al final de este libro!
ESTO ES TODO
21 de setiembre de 1995. …Otra conversación sobre la creatividad. Sobre lo que es una vida feliz en las artes. Cada uno determina lo que es la felicidad, escuchándose a sí mismo. Por eso, Y no tiene dudas:
“La felicidad es el mismo proceso creativo. Y nada más. Absolutamente nada”.
Tardo bastante en hacerle una pregunta tal vez indiscreta, aunque sé que Y las acepta de cualquier tipo. Finalmente, me atrevo.
“Entonces, ¿qué es para un escritor una muerte feliz?”
“Pues, es sencillísimo. Hay que morir a tiempo. Mientras se es uno mismo, hay que seguir viviendo. Por eso la felicidad es tener las fuerzas para abandonar esta vida. Como hizo Stefan Zweig, que acabó con su vida durante la Segunda Guerra Mundial, al sentir que llegaba el final de la civilización. O como Hemingway, quien con un tiro a la cabeza desparramó sus sesos geniales, al sentir el final de su talento. Desgraciadamente, una muerte feliz no está a mi alcance…
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Las frases de Y vuelven a parecer profecías. Profecías apocalípticas.
“¿Qué está pasando en el mundo? Sísifo está cayendo. Lo entendí trabajando en mi última pieza. Todo se ha acabado. El odio ha ganado la partida. La civilización está en bancarrota. Cualquier día puede resultar el último para la humanidad: al lado de las grandes ciudades se han construido centrales atómicas. En todos los sentidos, la humanidad no tiene nada por delante, casi nada. Lo veo claramente. Eso es todo”.
Ha sido asesinado el primer ministro israelí, Yitzhak Rabin. Y habría exclamado: “¡Ya lo ve usted! Lo que yo le decía.” Pero Y no tiene las ambiciones de un profeta, sólo amargura: “Todo ha sido en vano…” ¿Qué es este todo? Otra vez, ni más ni menos que el camino de la humanidad.
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4 de octubre de 1995. Primero me asombro, luego me acostumbro: Y ha llegado a la resignación. Está esperando pacientemente el desenlace.
“Hoy es Yom Kipur, El Día del Juicio128. Hoy el destino de cada uno por este año está terminantemente definido (por el calendario judío – N. del Autor). Mi sentencia también está firmada, aunque todavía no la puedo ver, está oculta, entregada en un sobre voluminoso. De todos modos, pronto la conoceré”.
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18 de octubre de 1995. De vez en cuando, Y recupera el optimismo.
“Le quiero decir que admiro muchísimo a George Soros. Me he sentido aliviado al saber que hay una persona así en la tierra”.
Al cabo de unos días, me vuelve a llamar: “Soros para mí es un enigma. Le observé por televisión, su manera de hablar y su manera de callar. Y su manera de reírse. ¡Es un hombre tan sencillo! No parece un intelectual ni una persona del mundo. Por ejemplo, durante una alta recepción siempre tiene la mano en el bolsillo del pantalón. Sin embargo, es difícil eludir su mirada. Tiene magnetismo. Parece el protagonista de mi pieza El salto a lo desconocido. Creando un bien real a una gran escala, el gran filántropo Soros ayuda a la gente a superar su agresividad”.
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19 de octubre de 1995. Hemos hablado tanto, Y y yo, sobre los problemas de las nacionalidades. Ahora ya calla sobre el tema. Ahora ya relaciona el futuro con una persona sin “etiqueta étnica”.
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He aquí nuestro último encuentro. Y me llama por la noche, pidiéndome que venga enseguida. Le pregunto, “¿Y si nos encontráramos mañana? Está lloviendo a cántaros”. – “Se lo ruego encarecidamente. Mañana puede que no tenga fuerzas”. El objetivo de nuestro encuentro le parece extremadamente importante. Y está pensando en mi libro. “Sabe usted, el libro quedará incompleto si no lee mis otras piezas, las que escribí antes del ciclo judío.” Es importante, muy importante: si no, hay peligro de que no llegue a entenderle del todo.
Luego, después de nuestra conversación, Y quiere tomar un poco de café. Le ayudo a incorporarse en la cama. Pone lentamente los pies en el suelo. Veo sus pantorrillas demacradas, sus pies hinchados, azulados, que aún están buscando, de manera acostumbrada, las zapatillas en la alfombra.
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Hubo un tiempo cuando ambos recordábamos, por turnos, algunos pasajes del Eclesiastés. Ahora, en vísperas de la muerte, él se apresura a confiarme su último credo:
“A lo largo de muchos años, el hombre va buscando algo: amor, reconocimiento, buena suerte. Busca sin entender lo que es exactamente el amor, el reconocimiento, o la buena suerte. Al fin y al cabo resulta que dos por dos son cuatro. Que necesitamos bien poco. Y a veces, llegamos a dudar si necesitamos algo”.
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“Querido mío, no necesito nada. Nada. Sabe, la ausencia de dolor ya es felicidad. Exactamente así: ausencia de dolor. Esta ausencia te embriaga, y luego te inunda la somnolencia. Vas nadando hacia un punto desconocido, cada vez más lejos. ¿Qué puede ser mejor que esto?
Cada vez más lejos…
Eso es todo”.
1990-1996, 2001